Desde sirenas que aparecen en las aguas de Ometepe, pasando por un cangrejo de oro que recorre las playas de Poneloya, hasta una voz fantasmal que llora en Matagalpa, el tiempo de Semana Santa parece ser el predilecto de ciertos espantos y seres de ultratumba.
Las supersticiones tampoco escasean.
Los nicaragüenses creen, por ejemplo, que las palmas benditas que se recogen los Domingos de Ramos son útiles para evitar hechizos de magia negra y el acoso de espíritus inmundos.
También se cree que el Viernes Santo es imperativo no correr, saltar, ni arar la tierra, pues el Señor está en el suelo y cada daño que se le haga a la tierra es como hacérselo al mismo Jesucristo.
Hablando del Viernes Santo, es importante recordar que dicha fecha es prácticamente la navidad del Infierno, pues los ángeles caídos lo celebran con singular alegría, recordando el sufrimiento y la muerte de su enemigo.
En tales días, el príncipe exiliado, Lucifer, se va de parranda a las fiestas de los blasfemos que no respetan el día santo, siempre disfrazado como un elegante caballero adinerado y baila con la mujer más bella del lugar hasta que el olor a azufre lo delata y alguien se da cuenta de que tiene patas de cabra.
El Diablo, entonces, se desvanece con una risotada siniestra que trastorna el juicio de los testigos.
No obstante, el viejo demonio no es el único ser del Otro Lado que se toma sus vacaciones en Semana Santa.
En la laguna del Charco Verde, en Ometepe, por ejemplo, es conocida la leyenda de una sirena de largo cabello dorado que aparece en una roca para peinar su cabello.
No hace mucho más que eso, pero la visión de sus senos perfectos y su cola pisciforme alborota a los vecinos.
En León, se contaba de un cangrejo de oro puro, del tamaño de una vaca, que emergía de las crispadas olas de Poneloya, caminaba hacia León, atravesaba las calles principales y se detenía cerca de la iglesia de Sutiava, en donde hacía una reverencia.
No se sabe, sin embargo, si ese gesto era para el Dios Crucificado o para alguna deidad precolombina.
Por otro lado, en Matagalpa, a orillas de la pequeña quebrada llamada El Molás, se puede escuchar, en las calurosas noches del verano, una voz infantil que grita: “Manueeeeelll”.
La leyenda declara que dicho fenómeno comenzó en la época de la dictadura del general Somoza.
En ese entonces, la Guardia se ejercitaba matando, con psicópata deleite, a cualquier ciudadano que violara el toque de queda.
Eso pasó con Manuel y el pequeño niño que lo acompañaba.
Nadie sabe quiénes eran o a dónde iban, sólo se sabe que encontraron un grupo de soldados y emprendieron la carrera para huir.
En algún momento de la huida, Manuel soltó la mano del niño y lo dejó abandonado a su suerte. El chiquillo (viéndose solo y en peligro) comenzó a gritar para llamarlo: Manuel, Manueeeellll, Manuuuueeeeelllll...
Fue inútil: Los soldados sanguinarios lo mataron.
Desde entonces, el pobre espíritu inocente repite la escena de su muerte, una y otra vez. Cuando se acerca la Semana Santa, regresa del Más Allá para rogarle a Manuel que lo espere, que no se vaya, que es sólo un niño y quiere volver a casa, abrazar a su madre, ¡vivir!…
Pero Manuel no regresa, Manuel no responde ni responderá nunca…
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