La leí con sólo doce años de edad, una tarde de vacaciones, acostado en una hamaca bajo un cielo celeste que se iba oscureciendo con el anochecer. Ya había leído a Rubén Darío y tenía la cabeza llena de novelitas de vaqueros y espías, así que me sentí listo para uno de los libros gruesos que mi tía Martha tenía en un baúl de su cuarto. Saqué tres: una pésima novela nicaragüense de cuyo nombre no quiero acordarme, un largo reportaje de la pesca indígena y «Doña Bárbara» de Rómulo Gallegos sin saber que esa última me cambiaría la forma de ver el mundo. Desde mi hamaca abrí el libro de páginas amarillentas, con cierto aroma embriagador y leí: «Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha. Dos bogas lo hacen avanzar mediante una lenta y penosa maniobra de galeotes. Insensibles al tórrido sol, los broncíneos cuerpos sudorosos...» Listo. Ya no estaba en casa. Sin saber cómo, había sido transportado y estaba en el río Arauca, encima de un bongo, viendo a los trabaj
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