A los cuatro años de edad, Andrea dejó de hablar. Ni los tratamientos más modernos, ni la psicoterapia más activa, ni las interminables sesiones de hipnosis habían logrado arrancarle una palabra después de aquel lunes funesto en que vio a su padre matando a su madre. El forense contó cuarenta puñaladas. El hombre, convertido en una bestia sin raciocinio, las había descargado sin vacilación primero sobre el pecho y el estómago, luego sobre el cuello y las piernas, para culminar con satánico deleite en el rostro de la mujer que había sido su esposa y su víctima por ocho años de un mal matrimonio que parecía un secuestro. Dicen que su padre también trató de matarla a ella. Cuando ya nada quedaba del rostro de su madre, levantó los ojos vacíos y miró a Andrea. Ella se había orinado sobre la alfombra y temblaba sin parar, pero entendió lo suficiente como para saber que si se quedaba ahí también iba a morir. Comenzó a correr a tiempo. Su padre, monstruo embriagado de muerte, se le ab
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