"Carta a una señorita en París" es un cuento del libro Bestiario de Julio Cortázar. En el relato, nuestro protagonista sin nombre le escribe una extensa carta a una señorita llamada Andrée, quien le ha prestado a nuestro héroe su apartamento, mientras ella está en París... Pero las cosas salen mal y el protagonista se ve obligado a confesarle a Andrée su secreto: ¡Vomita conejitos!
Con esta premisa, Cortázar nos va narrando las dificultades que nuestro protagonista tiene debido a que su maldición de regurgitar roedores blancos se sale de control. No importa cuánta normalidad intente aparentar, pronto Sara (el ama de llaves) y sus amigos, empiezan a notar algo raro en la conducta del protagonista.
Se ha propuesto que los conejitos son símbolo de la actividad creadora de un escritor, o un reflejo de la ansiedad y los temores fóbicos. Nada podríamos asegurar, aunque con Cortázar siempre hay que leer entre líneas.
Un cuento magistral construido con frases cortas, pero con una técnica literaria impecable. Por supuesto, Cortázar puede ser un reto para los lectores no acostumbrados a su prosa, pero con un poco de esfuerzo podrán degustar este gran relato.
Se los agrego con algunas notas finales que aclaran referencias que no entendemos hoy en día:
CARTA
A UNA SEÑORITA EN PARÍS
Andrée,
yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha (1). No
tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado,
construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa
preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego
del violín y la viola en el cuarteto de Rará (2). Me es amargo entrar en un
ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una
reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del
otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio
de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón,
y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo
muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée,
qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al
orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable
tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí
simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado,
al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un
horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant (3), como si de
golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el
mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart
(4). Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada
objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su
habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el
cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento
de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto
salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se
sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la
calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia
hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna
otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a
causa de los conejitos, me parece justo enteraría; y porque me gusta escribir
cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la
tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he
pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el
jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas
de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota
indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas,
avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre
el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo
había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va
a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito.
Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se
guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía
total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me
ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es
razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando
siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una
pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como
una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un
brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las
orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal
y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero
blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo
la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber
nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración
silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano.
Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las
afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el
trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas,
envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo
dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que
compran sus conejos en las granjas.
Entre
el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en
su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era
extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi
casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un
mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo
tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en
el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al
cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba
el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba.
Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin
preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la
garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres
del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la
cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos
una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá
saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina.
Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que
vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta,
adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad
apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos,
ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a
un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una
presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una
noche de Idumea (5): tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan
aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito
apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro —quizá, con suerte,
tres— cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia
permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de
alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aun—que yo... Tres o cuatro
cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los
desechos.)
Al
cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba
arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho,
una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el
bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se
movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la
vida es un movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un
cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a Lavanda, en el fondo de un pozo
tibio.
Sara
no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del
orden a mi valija—ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas
explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré
en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el
conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba,
solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme.
Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero
no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última
convulsión.
Comprendí
que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días
después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted
ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre
generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí
dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada
sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que
se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando
por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la
bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol
y grandes rumores de la profundidad.
De
día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una
noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada
obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe
creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las
mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan
contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el
salón, pongo un disco de Benny Carter (6)
que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y
pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los
conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la
cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de
azúcar, me desea buenas noches —sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que
me desea las buenas noches— y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo
solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los
dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que
ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que
ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y
correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el
sofá, con un libro inútil en la mano —yo que quería leerme todos sus Giraudoux
(7), Andrée, y la historia argentina de López (8) que tiene usted en el anaquel
más bajo—; y se comen el trébol.
Son
diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón,
los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no
tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así
es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan
como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos
quietos, verlos a mis pies y quietos —un poco el sueño de todo dios, Andrée, el
sueño nunca cumplido de los dioses—, no así insinuándose detrás del retrato de
Miguel de Unamuno (9), en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del
escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde
andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la
presidencia de Rivadavia (10) que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda
que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito
un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro —no es nominalismo,
no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces
las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha—.
Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le
escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de
ellos. De día duermen ¡ Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes,
máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror,
Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis
noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un
concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e
ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y
cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso
me formulo noche a noche irremediablemente la vaina esperanza de que no sea
verdad.
Hago
lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del
anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé
cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de
mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche
trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa —usted
sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos— y ahora me quedo al
lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver
cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su
dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido —en su
infancia, quizá— que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la
pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A
las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y
despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario
y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto
algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración
en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las
variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle,
Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que
camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas,
dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide (11) que se atrasa, Troyat
(12) que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará
preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta
que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que
son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último
conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y
creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de
urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (13) (¿es Antinoo,
verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde
sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por
miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón
—porque Sara ha de ser así, con camisón— y entonces... Solamente diez, piense
usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con
que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí
esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en
su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día
siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el
intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle
que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo
quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado
de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé
para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen
once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora — En el ascensor, luego, o
al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier
ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa
probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré
esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna
clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante,
alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse
los dientes —no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en
los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones,
el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y
también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y
como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los
conejos.
He querido en vano sacar los pelos que
estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo
en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que
no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted
verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el
cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un
enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted
ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden
construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée,
doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que
caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón
sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que
les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez
ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse
pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.
NOTAS:
1:
Suipacha: Ciudad ubicada al norte de Buenos Aires.
2:
Pieza musical de Sylvano Bussotti.
3:Ozenfant:
Pintor cubista francés.
4:
Mozart, compositor y pianista, maestro del clasicismo
5:
Idumeo o Edom, es una región al sur de Judea.
6:
Benny Carter fue un músico estadounidense de Jazz.
7:
Jean Giraudoux fue un famoso escritor francés.
8:
Probablemente se refiere a Vicente López, historiador argentino.
9:
Famoso escritor español.
10:
Bernardino Rivadavia, primer jefe de estado de Argentina.
11:
Gide, autor francés ganador del premio nóbel de literatura.
12:
Troyat, escritor y biógrafo armenio.
13:
Antinoo, joven de gran belleza que fue amante del emperador Adriano.
Muy interesante... Gracias
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