Estaba sentada en su asiento del autobús emanando tal
aura de belleza que daban ganas de llorar o de cantarla en églogas
renacentistas.
Era sobrenaturalmente hermosa.
No, por favor, no pienses en esa belleza artificial de
las pésimas revistas de moda o de insomnes vídeos pornográficos. Ella era
distinta y, a la vez, superior.
No estaba delgada. Nunca he entendido la obsesión de
nuestra sociedad por las mujeres delgadas, siendo que en la mayor parte de
nuestra historia la mujer ideal era representada con lo que hoy se llamaría
sobrepeso. Ella no encajaba en esas ridículas normas sociales. Tenía un cuerpo
ancho y sólido que no caía en la vulgar gordura, pero que daba a entender que
había carne bajo la ropa, carne tibia y perfumada.
Sí, la chica del autobús estaba un poco gorda y, sin
embargo, era tan sensual que me hubiera gustado tan siquiera aspirar el perfume
de su sombra proyectada en el suelo.
¿Cómo se llamará? Me desbarato las neuronas pensando en
un nombre digno de semejante criatura mitológica. No puede ser algo tan banal
como María o Ana, ni tan absurdo como esos nombres de teleseries americanas que
se han puesto tan de moda, Kimberly, Emily, Jennifer... ¡No! Una diosa debe
tener un nombre de diosa. Seguramente se llama Diana como la virginal cazadora,
o Venus como la diosa del amor, o Hebe como la patrona de la juventud... ¡Ah,
Hebe, eso es, Hebe! Si fuera un personaje de una de mis novelas indecentes se
llamaría así: Hebe.
El bus se detiene en un sitio y Hebe se pone en pie. La
blusa blanca presiona sus senos redondos y un pantalón de tela se ciñe a sus
piernas perfectas dándome, por fin, algunos tormentosos atisbos de lo que sería
su cuerpo desnudo.
Camina hacia la salida. ¿Qué haré? ¿Iré tras ella? ¿Me
bajaré y la invitaré a una cerveza, o a un café, o una noche de sexo loco y sin
remordimientos?
La miro desaparecer por la puerta dejando un vacío
insuperable en el ambiente. Este es mi momento, me levantaré, iré tras ella, le
preguntaré su nombre, le diré que soy escritor, que quiero convertirla en el
personaje de una novela de amor, le diré que ella es la protagonista perfecta,
le diré que le amo quizás...
El inclemente tiempo no me permite hacer nada. La puerta
del autobús se cierra con un sonido hermético y el vehículo se pone en marcha.
Desde mi ventana veo por última vez a Hebe, caminando como leona por la acera
de la ciudad y le mando un suspiro de desconsuelo.
¡Adiós, mi chica del autobús!
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