Los labios de Diana Renata eran grandes, curvos y lisos y tenían el
sonrosado color de las fresas maduras. Su lengua era húmeda como la sandía y
suave como la niebla y su aliento exhalaba constantemente un aroma a menta. Todos
en la escuela lo sabían porque cualquiera que tuviera cinco pesos podía
comprobarlo.
Diana Renata era vendedora de besos.
Todas las mañanas, a la hora del recreo, se sentaba bajo el castaño que
la protegía del bárbaro calor del sol y esperaba su clientela sin impaciencia
ni vergüenza. Cinco pesos era el costo de un tierno beso en los labios. Diez
pesos era el del mismo beso tierno, pero ahora con el valor agregado de que
ella abrazaba al cliente. Por quince, abría tenuemente su boca para embrujar a
su compañero con su aliento glaciar, y por veinte ella mordía los labios del afortunado. Sólo había un tabú
para Diana Renata: el beso francés. La simple idea de tener en su propia boca
la lengua de otra persona la asqueaba hasta el punto del vómito, así que para
evitar que sus clientes lo solicitaran le puso un precio exorbitante que sabía
que nadie podría pagar nunca: Cien pesos.
Nadie había tratado, jamás, de pagar los cien pesos del beso francés,
pero más de uno se pasó de listo y trató de conseguirlo por la fuerza, pero los
dientes blancos y afilados era más que suficiente para disuadirles, y aunque
eso no hubiera bastado, la simple amenaza de nunca más poder comprar besos era
demasiado como para aventurarse a hacerlo.
Diana Renata tenía apenas doce años cuando empezó su próspero negocio de
besos de alquiler y el éxito fue tan contundente que no pensó en dedicarse a
otra cosa. Había nacido en una familia típica de Nicaragua. Su padre, un
borracho perdido, había servido solamente como donante de esperma y luego había
desaparecido de la faz del mundo, y su madre, una sencilla vendedora de
tomates, no le ponía atención a nada mientras veía en la televisión las cursis
telenovelas de México, de Colombia y de Brasil, que se exhibían en los canales
locales.
Un día Renata miró un beso apasionado entre dos actores y lanzó un
suspiro de emoción.
-¡Cuánto se aman! -exclamó.
-No se aman -dijo una de sus hermanas mayores-. Son sólo actores. Les
pagan por besarse.
Diana Renata pensó, por un momento, que no había escuchado bien.
-¿Les pagan por besarse? -preguntó.
-Sí -respondió la otra chica, distraída-. Y les dan “harta lana”...
Todos esos son ricos.
Diana Renata, a quien nunca le habían interesado otros besos excepto los
de las telenovelas, tuvo una revelación. Todo parecía indicar que los
besos eran un producto mercable y de gran valor comercial y cualquier mujer,
con un poco de ingenio, se las podía arreglar para venderlos con muy buen
margen de ganancias.
Empezó a pensarlo seriamente.
Tenía en su sangre la vocación de vendedora de su madre, pero sabía que
los tomates no dejaban buena ganancia, así que lo primero que se formuló fue la
idea ingenua de trabajar en una novela, pero... ¡Oh, desgracia de las
desgracias, en Nicaragua no filman telenovelas! Sin embargo, para una mente tan
emprendedora como la de ella, aquello era sólo un contratiempo momentáneo. Lo
único que tenía que hacer era encontrar un mercado nuevo para su erótico
producto y adaptarse a los principios de oferta y demanda.
Cuando lo intentó la primera vez, un lunes de verano, ni ella misma
podía imaginarse las pingües ganancias que daría su idea, ni la forma
extraordinaria en que los chicos de la escuela harían fila para gastar su
dinero en una falsificación del amor.
El padre Felipe, el director de la escuela por ese entonces, no se
enteró de nada hasta tres años después, cuando Diana Renata ya tenía quince
años y su poderosa belleza y precios bajos atraían, sin cesar, jóvenes de otras
escuelas y hasta de las universidades. Lo descubrió por casualidad cuando trató
de mediar entre dos chicos que se caían a puñetazos, porque al averiguar la
causa de la violencia le explicaron, sin dejar de golpearse, que uno de ellos
le había robado cinco pesos al otro y aquel se había quedado sin dinero para su
beso de rutina.
Aquella mañana el padre Felipe llamó a Diana Renata a la dirección.
La vio entrar a la oficina oscura, malamente iluminada por una ventana
alta, y contempló aquella chica preciosa de piel blanca y profundos ojos negros
atrapada por un uniforme que ya no era de su talla y que dejaba ver sus piernas
firmes como columnas y el bulto sofocado de sus pechos bajo la blusa.
-¿Con que estás vendiendo besos? -dijo-. Eso está prohibido por las
normas de la escuela.
Ella no dijo nada. Lo miraba a la cara con sus ojitos asustados y sus
tiernos labios temblando.
-¿No dirás nada? -preguntó el padre.
-No le hago daño a nadie -trató de excusarse ella, con ademanes
inseguros-. De hecho hago mucho bien.
-¿Mucho bien? -rugió él-. ¿A quién le has hecho bien?
-Pues a todos -replicó ella-. Si quiere, pruebe usted.
El padre Felipe casi se desmaya. ¡Eso era imposible! Aquella chica
estaba ofreciéndole su producto a él. De inmediato, recorrió su cuerpo el
impacto de la tentación y se sintió tan perturbado que tuvo que pedirle que se
fuera de su oficina. Se quedó ahí, solo, sentado en su escritorio con la mano
izquierda sobre su barbilla y rezando un padrenuestro acelerado, pidiéndole al
cielo que se calmara su corazón.
Le dio un castigo tonto.
La expulsó por tres días para que aprendiera a no jugar con las pasiones
de la carne, pero no tuvo ni un momento de paz hasta que la vio regresar a
clases con su uniforme apretado y su pelo enroscado en una trenza negra.
A la hora del recreo la buscaba con la mirada y la perseguía con
vehemencia, asustado por su propia audacia y por el irreprimible deseo de tocar
su piel y oler su trenza. Preguntaba por ella a sus compañeros de clase y ellos
no necesitaban mucho tiempo para empezar a hablar del fuego inefable que
sentían al comprar sus besos y luego se encerraba en su oficina de donde salía
con el rostro pálido y con los ojos llorosos de remordimiento.
Se dejó vencer por el deseo.
Una mañana la llamó a su oficina y la hizo sentarse en una silla, frente
a una inmensa imagen de la virgen María y se tomó un momento para verla en
silencio, para grabar cada detalle de su cuerpo en su memoria y para aspirar
cada átomo de su aroma en el alma. Ella no dijo nada. Lo miraba con sus grandes
ojos fijos esperando una reprimenda cuando el padre sacó de su bolsillo cien
pesos arrugados.
-Ese es el precio, ¿verdad? -dijo.
Ella contempló el billete y supo que no podía escapar de aquella
situación.
-Sí -respondió-. Este es el precio.
El padre Felipe no esperó nada más. Se lanzó sobre ella, jadeando como
un perro y aplastó aquel cuerpo joven y llenó de vida con su cuerpo pesado y
envejecido. La tomó del pelo, se arrojó sin clemencia y clavó su lengua seca en
la boca de ella. Se quedó ahí, sintiendo la humedad de sandía y la suavidad de
seda y el aliento adictivo a menta y pensó que iba a morir cuando todos sus
instintos despertaron.
Diana Renata aguantó hasta donde pudo, tratando de reprimir las náuseas
que su olor a ropa vieja le provocaba, pero no resistió el golpe de asco y
empujó con todas sus fuerzas aquel bulto terrible que empezaba a moverse como
perro en celo. Vomitó sobre la alfombra un líquido verde con un hedor amargo y
luego levantó sus ojitos inocentes y los clavó en él.
-Lárgate -gritó el padre Felipe, fuera de sí por el rechazo-. Lárgate
ya.
Diana Renata se levantó respetuosamente sin decir nada y se fue de la
oficina con la cabeza baja y el corazón oprimido.
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