En América Latina todos hemos
oído la leyenda de la Llorona.
Su inquietante imagen ha perturbado
las noches de más de alguno y se ha colado en las pesadillas de incontables
generaciones de desdichados.
Su historia es simple: Se trata de una mujer que
por oscuros motivos arroja a sus propios hijos a la corriente de un río, en
dónde los ve morir de forma violenta. Arrepentida, la dama comienza a tratar de
rescatar los pequeños cuerpos de las aguas embravecidas pero es inútil: los chiquillos
mueren y la mujer comienza a recorrer los caminos entre llantos y gritos de dolor,
estremeciendo la noche hasta hoy en día.
Nadie sabe por qué realizó este
infame acto, la Llorona.
Unos hablan de un amor
contrariado que la llevó a la locura, otros de que la joven dama estaba sumida
en la miseria y procuró a sus hijos una muerte rápida antes de la lenta agonía
de morir de hambre. Las razones, sin embargo, no parecen tener importancia.
Para nuestra mentalidad occidental una madre que asesina a sus propios hijos ha
cometido el mayor de los sacrilegios, el pecado imperdonable.
Por eso es que nadie se cuestiona
el que la Llorona llore… Es decir: ¿Por qué no habría de llorar? ¡Mató a sus
hijos!
Pero, exactamente, ¿por quién o
por qué llora la Llorona?
Para entenderlo tenemos que ver
la forma en que se comporta este singular espectro. La Llorona hace resonar sus
gritos tétricos en los caminos, en los pueblos, en las rutas de tránsito… Es
decir, la Llorona no sólo quiere llorar, quiere que escuchemos que llora y
quiere que ese lloro cale en nuestra alma.
No sólo se trata de que quiera
compartir su dolor con nosotros: Ella en realidad nos está haciendo
responsables de él.
Sus lloros, sus gritos y lamentos
son una forma de reclamarle a este mundo egoísta que da la espalda a los que
sufren, un mundo que ve a una madre matar a sus hijos y lo convierte en un
cuento, un mundo que ve morir niños y no se conduele… ¡Un mundo cruel!
La Llorona nos reclama nuestra
absurda pasividad y mientras sigamos queriendo huir del llanto de los que
sufren ella seguirá lanzando sus lamentos en el sitio del que no podemos
escapar: en la soledad de nuestros miedos.
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