Cuando llega mayo las noches se
vuelven frías.
Las lluvias irrefrenables se
abalanzan desde los altos cerros lavando el calor del verano, el polvo amarillo
y ardiente de abril, la basura que se ha ido acumulando en el Río Grande y la nostalgia del invierno
que se cuece a fuego lento durante la Semana Santa.
Matagalpa, entonces, parece volver
a la vida bajo el hechizo del diluvio. Las calles se revisten de charcos
cristalinos en los que se rompe la luz anaranjada del tendido eléctrico,
mientras los novios se toman de las manos para salir a la intemperie y
disfrutar del ensueño de besarse en la tormenta.
El invierno es alegría. Los niños
aprovechan el rato para jugar al futbol en el fango de los potreros. Con
pelotas remendadas, repiten la final épica de Argentina contra Francia, donde
ambos equipos quieren ser la albiceleste y todos los jugadores quieren ser
Messi, jugando sangre, a guerra limpia, con goles agónicos de ida y vuelta, con
un par de peleas incluidas, sólo para regresar a casa y recibir un regaño de
sus madres por haber roto los zapatos de clases o haber manchado la camisa de
ir al culto.
Sólo los perros y los mendigos no
disfrutan del invierno.
Mesalina entre ellos.
***
Con pasos cansados, la anciana
Mesalina recorre las calles buscando un sitio para dormir. No puede ser
cualquiera. Generalmente no le importaría tender sus huesos viejos en cualquier
acera y rogarle a Dios que no la muerda un perro o la aplaste la motocicleta de
un borracho, pero en invierno es necesario escoger un lugar apropiado porque el
frío taladra el cuerpo.
Esta noche Mesalina recorre la
Calle Central, llega al Parque Morazán y piensa en encontrar sitio en el amplio
kiosco que los turistas europeos utilizan para tomarse fotos, pero se lleva una
desilusión. El lugar se encuentra repleto de niños tristes, pajaritas de la
noche, pobres de solemnidad y borrachines varios.
No, definitivamente no es un buen
sitio.
Maldiciendo su suerte, camina hacia
el oeste y avanza por la Avenida del Río hasta que se topa con el puente. Ya ha
dormido ahí antes. No es agradable para la espalda, pero es mejor que dormir
bajo la lluvia. Al fin y al cabo, es como dormir bajo techo.
Ahí, debajo del puente, donde las
sombras se entrelazan y el río exhala un aroma a tierra antigua, Mesalina se
acuesta a poca distancia de las aguas bravas. Su cuerpo de sesenta años es una
amalgama de huesos y harapos que se enrolla sobre sí mismo. Trata de dormir… Pero
no lo hace. Mesalina recuerda.
Recuerda su vida antes de aquello,
cuando tenía veinte años y el mundo era un lugar menos horrible. Por aquel
entonces, Mesalina era una gitana de porte de ninfa, con ojos de fuego que eran
capaces de derretir a los poetas. Había venido de Jinotega y en pocos meses se
había convertido en una cantante de cierto renombre.
Dicen que su voz solía resonar en
los cafés bohemios donde artistas trasnochados le rogaban que los matara con la
magia de su voz, tal vez entonando una canción de Rocío Dúrcal o de Isabel
Pantoja, o de Daniela Romo, sólo de para terminar con la melancólica “Llorona” de Chavela Vargas.
¡Ah, pero el destino es una cosa
loca!
Un día, Mesalina abandonó los cafés
parnasianos y se casó con un hombre estúpido que distraía sus frustraciones
dándole palizas interminables. Mesalina resistió hasta lo impensable, toleró
bofetadas y humillaciones, golpes y gritos, pero cuando dijo basta, y decidió
acabar con aquella tortura, nadie la apoyó.
El marido dijo que estaba loca y el
mundo entero pareció creerlo. Los años habían hecho sus estragos. Ya no tenía
la voz mágica, ni la belleza imperturbable, y no había nadie que la amara. En
las calles matagalpinas encontró el abrazo de la pobreza y la invisibilidad de
la miseria.
***
-Salí de ahí, vieja –gruñó el hombre.
Mesalina levanta un poco la cabeza.
-¿No ves que el río está crecido?
–el hombre grita para que su voz pueda distinguirse del rugido de las aguas-.
Salí de ahí.
Mesalina no responde. Tiene
demasiado sueño.
-¿Acaso te querés morir, vieja? –grita
el hombre.
Mesalina se pregunta si quisiera
morir. Quizás sí lo quiere. Duda por algunos minutos, pero decide levantarse y
salir de debajo del puente. Una socorrista con rostro de muchacha quinceañera se
le acerca y la envuelve en una manta.
-Venga madre –le dice con dulzura-.
¿Quiere comer algo?
Mesalina se deja llevar por la chica. Quizás, después de todo, el mundo no es un lugar tan horrible. Quizás mañana todo mejore.
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