“...la joven flor platónica,
la ardiente y ciega
rosa que no canto,
la rosa
inalcanzable”
JORGE LUÍS BORGES
“The past is the only dead thing that smells sweet”
EDWARD THOMAS
Siempre amé a Daucaris Rayo, pero nunca tuve
el valor de confesarle mis sentimientos otoñales, mucho menos después que se
casó con Abdul Mohhamed y se fue a vivir a una mansión decadente en algún lugar
de Dubái. Durante años, no tuve más noticias de ella excepto que se había encargado
de la empresa de su multimillonario esposo y tenía éxito en todas las bolsas
financieras del mundo. Así que, a veces, el único consuelo para mi amor
imposible era buscar su rostro de gitana en las fotografías de los periódicos,
sólo para partirme el corazón con su belleza remota.
Así pasaron cinco años, hasta que un día
Abdul Mohhamed murió.
Fue algo repentino: Un lunes cualquiera,
después de haber comprado una vigésima cosa innecesaria, Abdul Mohhamed se
atragantó con el caviar de su almuerzo y cayó sobre un primoroso suelo de
mármol, con el rostro azul y las manos atenazadas sobre su garganta. Nadie pudo
hacer nada. Repentinamente, Daucaris Rayo había enviudado, y ahora era la única
dueña de una de las empresas más caras del mundo.
Eso fue lo último que supe de ella en un
largo tiempo.
Durante otros diez años, Daucaris se
sumergió en un anonimato atroz e impenetrable del que no podía obtener ninguna
noticia cierta. Su familia decía que llevaba los negocios del marido con mano
de hierro, y que por eso no se comunicaba con nadie, pero algunos amigos
hablaban de depresión clínica y hasta de crisis psicóticas. Sentí que los
rumores habían rebasado el límite de la verosimilitud cuando me dijeron que
Daucaris se había recluido a sí misma en un monasterio en Praga.
Nunca supe si algo de eso era verdad, pero
lo cierto es que un día cualquiera Daucaris reapareció en Nicaragua.
Cuando bajó de su jet privado para ser
recibida por el mismo presidente de la república, iba rodeada de doscientos
guardaespaldas de hombros cuadrados y rostros de piedra que sólo hablaban en
árabe. Se veía hermosa. Llevaba sobre su melena negra un velo de tela muy
elegante y en sus ojos de fiera había una determinación misteriosa.
Este relato hubiera muerto aquí de no ser
porque el destino me tenía deparado algo más.
Una noche de viernes, una mujer con aspecto
hindú dejó en mi casa una invitación en inglés… ¡Era de Daucaris!
***
Me miro frente al espejo de mi cuarto y me
doy cuenta de que estoy más viejo de lo que quisiera admitir.
No hay dudas de que el traje es elegante,
pero no hay manera de disimular esa panza inclaudicable, esa papada traviesa,
esas arrugas horrendas. ¿Qué mujer podría enamorarse de un periodista sin
carrera cuando no tiene, ni siquiera, un rostro atractivo para ofrecerle? ¡Mal,
muy mal! Si tan sólo se tratara de una mujer cualquiera, alguna esperanza
habría, pero Daucaris Rayo es una Cleopatra moderna, una mujer como hecha para
ser soñada.
Conteniendo la respiración apreté la faja,
luego me pasé el peine por mi cabello y revisé el nudo de la corbata antes de
salir del cuarto. De forma automática conduje, atravesando las calles marchitas
de Estelí en el invierno, hasta el nuevo palacio que Daucaris había comprado en
la ciudad.
Entré, como un perrito asustado, a un salón
repleto de gentes que no hablaban español. Sin saber qué otra cosa hacer, permanecí
pegado a una pared, con un vasito de whisky importado en mi mano derecha,
mientras la izquierda la escondía en el bolsillo del saco. Quería tener una
postura correcta a pesar de que nadie parecía notar mi existencia, y me quedé
ahí hasta que me percaté que el hielo se había derretido y el licor estaba
estropeado.
Me molesté, más por mi propio nerviosismo,
que por ese tonto percance, y caminé hacia la barra para solicitar un nuevo
trago. En esas estaba cuando la luz eléctrica se apagó y un reflector iluminó
una pasarela en el lado oriental del salón. Todas las miradas se clavaron en
ese punto y yo pude ver a Daucaris, caminando con la gracia de una ninfa
guerrera hacia un micrófono solitario. Se veía hermosa con su pelo negro
ondulando en sus hombros desnudos, su vestido plateado y su rostro serio.
-Bienvenidos a mi casa –dijo.
Todos aplaudieron.
-Agradezco la presencia de todos los
invitados que han venido de tantos lugares distantes del mundo –continuó
Daucaris-, entre ustedes están grandes escritores, famosos botánicos,
investigadores privados, detectives y periodistas. ¡Estoy segura de que se
preguntan la razón por la que he reunido una muchedumbre tan variopinta!
Daucaris se retiró un pequeño mechón de cabello
que caía sobre su rostro con una sensualidad felina que me hizo estremecer.
Angustiado, me bebí el trago de whisky con agua helada que aún tenía en mis
manos, y luego me dispuse a escuchar con atención.
-La razón por la que nos hemos reunido es
ésta –dijo nuestra anfitriona, mostrando con un gesto de su mano una pequeña
caja de cristal que sostenía una bella modelo a un par de metros de distancia.
Yo tuve que forzar un poco la vista para
reconocer que, dentro de la caja, había una rosa roja común y corriente, pero
bella con la luz del reflector rompiéndose sobre las esquinas de vidrio en un
arcoíris tenue.
-Por razones que no necesito ni quiero explicar,
esta rosa es muy importante para mí –dijo Daucaris-. Lo que ustedes podrían
creer que es una simple caja es, en realidad, una urna especial, hecha con alta
tecnología, en la que mi rosa puede vivir de forma prolongada.
-¿Cuán prolongada? –interrumpió alguien.
-Esta rosa tiene diez años de edad –contestó
ella-, y según los cálculos científicos, debería conservar su lozanía por otros
dos mil años más.
La gente lanzó un suspiro de asombro y
comenzaron a verse, unos a otros, con confusión.
-Me siento muy feliz de saber que esta rosa
no morirá antes que yo... sin embargo...
La muchedumbre contuvo el aliento ante aquel
“sin embargo” y esperó con ansiedad a que Daucaris retomara su discurso. Ella
entendió que causaba ese efecto, pero se tomó su tiempo para pasear la vista
por todas las personas sin detenerse en ninguna. Después suspiró y continuó
hablando en tono triste:
-Sé que mi rosa está viva, pero encerrada
ahí está tan lejos de mí como si se hubiera muerto hace diez años. ¡No puedo
besarla, tocarla, olerla!... ¡Está tan cerca y tan lejos!
Yo entendía perfectamente de lo que estaba
hablando. También yo me sentía igual con ella.
-Es por esta razón –continuó Daucaris-, que
esta noche deseo ofrecerle un billón de dólares a la persona que pueda traerme
una rosa exactamente igual a la que tengo en mi caja de cristal.
-¡Eso es muy fácil! –dijo una mujer- Iré a
cortar una del jardín.
-No –la corrigió alguien-, las rosas parecen
iguales, pero tienen diferencias microscópicas. ¡Encontrar dos exactamente
iguales es estadísticamente imposible!
-No es imposible –gruñó alguien más-, no
sería fácil, es verdad, pero imposible no es...
Para llamar la atención de su audiencia
distraída, Daucaris le dio un par de golpecitos al micrófono.
-Para que estemos claros –dijo ella-, cuando
digo la palabra “billón” me refiero a la acepción española de un millón de
millones, no a la acepción anglosajona de unos pobres mil millones. ¿Entendido?
-¿Un millón de millones de dólares?
–suspiré-. ¡Qué no haría con ese dinero!
-Los que acepten participar de esta búsqueda
–continuó ella- recibirán en sus correos electrónicos fotografías macro y
microscópicas de cada detalle de mi rosa. ¡No olviden que para obtener la recompensa,
cada detalle debe ser idéntico, sin faltar uno!...
Sin decir nada más, la elegante mujer bajó
de la pasarela, atravesó el salón, pasó tan cerca de mí que pude sentir su
aroma indescifrable y desapareció por una portezuela, llevando en sus manos su
preciada rosa.
***
Una locura, sí, señor. Una locura es lo que
desató.
De pronto, todos habían perdido la cabeza
tratando de buscar la otra rosa, la rosa gemela, la réplica exacta de una rosa
que dormía en una tumba de vidrio.
Todos se volvieron locos, sí, locos, locos
de remate.
La fundación “Rafael Mitre”, de Nicaragua,
dedicó un presupuesto de diez millones de dólares para buscar la rosa mítica en
todos los rosales de América Latina. Al fin y al cabo, ¿qué eran diez millones
comparados con un billón?
En Estados Unidos, las universidades de
Harvard y Princeton unieron fuerzas en la búsqueda de la dichosa flor; mientras
en Europa, los alegres estudiantes de Madrid casi arrasaron con los rosales del
viejo continente.
Los periodistas también enloquecieron
cubriendo noticias insólitas.
Así fue que me di cuenta que un sacerdote
italiano había decidido orar y ayunar sin descanso, convencido de que Dios
haría florecer la rosa gemela en su jardín. Ante eso, un pastor de Kansas
decidió hacer lo mismo declarando que el mismo Jesús le llevaría la otra rosa
en la navidad de ese año.
Por si esto fuera poco, tiempo después
escuché hablar de un escritor de ciencia ficción, muy famoso, llamado Danilo
Rayo. Decía este caballero que era el hermano de Daucaris en un universo
paralelo al que él llamó el “universo gris”, en el cual ella no era millonaria,
y que no tendría problemas en pedirle la rosa paralela a su hermana del otro
universo y traerla a éste para quedarse con el billón. Nunca se volvió a saber
de él. A veces me pregunto si no habrá hecho el viaje al otro universo y se
quedó varado sin poder volver a casa.
La noticia del escritor desaparecido no
había terminado de enfriarse, cuando me atrapó la historia de una singular
dibujante, Elena de Castillo, que había resuelto dibujar la otra rosa para
ganar el billón de dólares. Su lógica era sencilla: “Daucaris nunca dijo que la
flor no podía ser dibujada”. Nunca se supo si Rayo hubiera aceptado un dibujo
de su rosa, porque Elena de Castillo se suicidó al año siguiente entre un
millón de bosquejos de flores a los que siempre les faltaba “algo” para parecerse
a la original.
Seis meses después, el áspero Víctor
Parrapodopoulus publicó su libro titulado “¿Existe la otra rosa?”, en el que
afirmaba que filosófica y estadísticamente era imposible encontrar dos rosas
iguales. Un anónimo autor latinoamericano se atrevió a contestarle al filósofo
que la gente no buscaba la otra rosa, sino que, secretamente, buscaban la
posibilidad de un milagro, en cierta forma, el significado de la vida. El viejo
Parrapodopoulus fue tajante al replicar que esa “era una búsqueda aún más
infructuosa”.
El asunto de la flor gemela llegó a las
altas esferas intelectuales. Mientras Mario Vargas Llosa declaraba que buscar
la rosa gemela era sólo un síntoma más de la civilización del espectáculo,
Paulo Coelho señalaba que la otra rosa existía y que florecía en el corazón de
cada uno (con lo que vendió aún más libros).
Para cuando me aburrí de seguir las
noticias, ya se escuchaba de que George Lucas había contratado a Harrison Ford
para la nueva película “Indiana Jones y la otra rosa”.
***
Más allá de toda esa locura que contagiaba
al mundo, yo continuaba mi existencia rutinaria y aburrida. Todas las mañanas
bajaba hacia el pequeño jardín y revisaba el rosal polvoriento que había
sembrado algunos años antes. Las bellas rosas rojas parecían niñas limpias,
pero ninguna era la otra rosa.
Tristemente eran originales, únicas.
Yo no me decepcionaba. Ya había aceptado la
imposibilidad de encontrar la otra rosa, pero eso no impedía cierta pequeña luz
de esperanza. Algo como el pobre que sigue comprando la lotería o votando por
el mismo partido político, creyendo que esta vez sí obtendrá el premio o el
candidato será menos corrupto que el anterior. Me levantaba de la cama, bajaba
la escalera, le echaba un vistazo a la foto de Daucaris que tenía colgaba en la
pared y entraba al patio para saludar al rosal. Revisaba las rosas, suspiraba
con tristeza y volvía a la rutina de siempre.
Ya habían pasado cinco años.
Seis veces la prensa había cubierto que la
otra rosa había sido encontrada, pero los científicos desechaban todas las
flores. Siempre había un detalle: Un doblez del pétalo, una irregularidad del
tallo, una célula mal colocada. Una y otra vez, la búsqueda se reiniciaba, y,
con ella mi esperanza.
Aquella mañana de enero, sin embargo, me
levanté de mal humor.
Apenas había dormido luego de enterarme de
que Daucaris contraería nupcias nuevamente. Sí, se casaría la dueña de mis
sueños, la amada perfecta, la mujer ideal; se casaría y esta vez no habría
viudez que le diera libertad. Rabioso me levanté, bajé las escaleras como un
bólido y con un viejo bate de baseball comencé a golpear al pobre rosal
indefenso mientras le gritaba insultos de camionero. Con cada golpe, salían
volando ramas, hojas y pétalos por igual, y a pesar de que ya no era un joven,
el aliento me duró hasta que dejé el cadáver del rosal tirado sobre la tierra
rojiza. Era mi desquite final.
-Don Rubén, ¿qué pasa? -preguntó la vecina,
asomando la cabeza por encima de la pared.
-Nada -gruñí de mal humor.
-Pero, ¿qué le ha hecho al rosal?
Yo tiré el bate a un lado y la encaré.
-No lo necesito -le grité-. ¡Ya encontré la
otra rosa!
Luego entré a mi casa y cerré la puerta con
un portazo que quería ser bofetada.
¡Miserable de mí! ¿Por qué demonios dije
eso? La vecina -creyendo que había dicho la verdad- le dijo a su madre, y su
madre a su hermana; la hermana le dijo a la vendedora de tortillas, ésta se lo
dijo a todas las casas del vecindario, quienes lo publicaron en sus perfiles de
Facebook. Un periodista que no pudo encontrar notas interesantes repitió el
rumor en su pequeño programa de radio, de ahí lo tomó el periódico más grande,
de ahí lo reprodujo un canal de televisión y después los otros. De modo que
antes del mediodía, ya CNN confirmaba que en un vecindario de Estelí, un poeta
sin gloria, había encontrado la otra rosa.
¡Y yo no lo sabía!
Cuando regresé a la casa, me encontré a los
periodistas ansiosos, al vecindario alborotado y al mismo presidente de la
república deseoso de estrechar mi mano para asegurarse de que compartiera los
millones. Me encontré aturdido en un remolino de rostros difusos y de voces que
preguntaban y se respondían a sí mismas. Con el corazón palpitante de terror,
quise gritar que se fueran a la mierda, pero en ese momento los soldados
disparaban cuatro cañonazos en mi honor.
-¿Y a qué hora vendrá la tal Daucaris?
-preguntó una voz sin rostro.
-Ya viene en su avión -replicó otro
fantasma-. Vendrá antes del amanecer.
Yo sentí que la consciencia se me apagaba y
que el mundo se me hacía negro. Corrí con todas mis fuerzas hacia la casa y
vomité el almuerzo en el inodoro. La muchedumbre no se dio cuenta porque
estaban muy ocupados celebrando mi triunfo.
Escapé.
Corrí por las calles del pueblo enloquecido,
buscando una rosa que fuera la otra rosa, aquella rosa, la rosa mística, la
rosa perfecta, la rosa soñada. Las floristerías estaban cerradas por la fiesta
nacional y los rosales de la casa del alcalde sólo tenían capullos blancos y
tristes. Desesperado, me interné en la montaña buscando en el bosque bravo lo
que no se hallaba en los jardines: un milagro, un segundo de magia, una
oportunidad para seguir viviendo.
No me motivaba la vergüenza que sufriría si
no encontraba la rosa, no me importaba mi honor, tampoco las burlas que tendría
a nivel mundial. Sólo una cosa me importaba: Ella. No quería decepcionarla a
ella, no quería ser otro más que la defraudara, otro más que la engañara. No,
eso no podía resistirlo. ¡Podía fallarle al mundo, pero no fallarle a ella! ¡No
a ella!
Sin embargo, ahora era tarde. ¿Cómo podría encontrar
lo que nadie más halló en tantos años? Las luces de los fuegos artificiales
iluminaron el cielo oscuro de aquella noche sin luna.
Con toda mi frustración encima, caminé de
regreso al pueblo, tratando de encontrar las palabras exactas para romperle el
corazón a mi Daucaris, cuando algo inesperado se mostró ante mis ojos: Justo en
la entrada de una vieja quinta se erguía un rosal maltrecho, vagamente
iluminado por las chispas de colores. Me acerqué entre tropezones ansiosos y
miré una única rosa roja, escondida entre las hojas tímidas.
La corté.
La acuné en mis manos como si fuera el bebé
de un hada, como si fuera tan frágil como un sueño.
Y corrí… corrí… corrí…
Llegué al amanecer. Frente a mi casa se
había instalado un toldo. Ahí estaba ella. Lo supe por su aroma inconfundible,
antes que por mis ojos. Acababa de descender del automóvil elegante que la
había llevado desde el aeropuerto. Se veía hermosa, hermosa. Más hermosa que
hace veinte años, cuando me dio una sola mirada en aquella fiesta y dejó
prendado mi corazón con este amor obsesivo que se parece mucho a la
esquizofrenia.
Me planté frente a ella, mis dedos sudados
sosteniendo la rosa, la respiración jadeante.
-La he encontrado -le dije.
-¿Raúl? -preguntó.
-Soy yo -murmuré.
-Dios mío -respondió-. ¡Cómo pasa el tiempo!
Yo le sonreí con cierta tristeza.
-Me alegro de que te acordarás de mí -le
dije, sin poder disimular el temblor en mi voz.
Ella se pasó la mano por el pelo negro.
-Muéstrame la rosa -pidió.
Alargué la mano, la extendí hacia ella. Daucaris, con parsimonia, tomó la delicada flor de mi mano y sólo necesitó un vistazo para dar su veredicto.
-No es igual -afirmó.
-Lo sé -le dije.Ella sonrió.
Se la prendió en la blusa y me guiñó el ojo.
-Sigue buscando, mi amor -me dijo.
-¿Para qué? -respondí-. ¡Ya encontré lo que quería!
Fue lo último que le dije antes de que los guardaespaldas la arrastraran de regreso a la limosina.
Los vecinos me abuchearon, el presidente me ladró un par de insultos y los periodistas se despacharon con artículos en los que me tildaban de charlatán y fraudulento.
No me importó.
Meses después supe que Daucaris se había casado con un noble inglés de rostro rancio y que había llevado a la capilla de Westminster dos rosas guardadas en primorosas cajas de vidrio...
Del dinero, no obstante, nunca supe nada.
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Nunca había leído nada de su autoría y me da gusto encontrar algunos relatos suyos. Me ha parecido un relato original y entretenido. Muchas gracias por compartirlo.
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