Tentación del cielo, anhelo de volar, apetito de devorar los aires, perforar las nubes, cabalgar dragones, robarse estrellas, deslizarse por el colorido tobogán de un arcoíris, beber la Vía Láctea, ver el mundo a nuestros pies...
¿Cómo seres tan inermes al albedrío de la gravedad anhelan tanto volar? Quizás sea debido a que, como es lo típico, anhelamos lo que no tenemos.
Atrapados, prisioneros, aferrados al suelo, levantamos la vista y contemplamos, con no poca envidia, a los pájaros que planean por el viento: la majestad del águila, el relámpago blanco de una gaviota, las cabriolas de los colibríes, la sombra fugaz del cuervo y el mediocre aletear de las palomas.
¡Caramba, si incluso se podría sentir envidia de la lúgubre y colonial cacería de los murciélagos!
Desde tiempos inmemoriales deseamos llegar alto. Bien lo dice la Biblia cuando nos narra que los primeros hombres desearon acercarse a los dominios de Dios construyendo la Torre de Babel. ¿Qué otra cosa deseaban estos primitivos arquitectos sino tocar con sus dedos la tela azul que envuelve el firmamento?
La Biblia también nos habla de Elías transportado por los aires en carro de fuego, de Felipe arrebatado por el Espíritu (presumiblemente por los aires), y al mismo Cristo llevado por Satanás para tentarlo con las riquezas del mundo.
Entre los griegos tenemos el mito de Ícaro que se fabricó sus propias alas para surcar los cielos, teniendo funestas consecuencias.
En los hindús hay mitos de máquinas voladoras y ¿cómo olvidar las alfombras mágicas que atravesaban las nubes en los mitos árabes?
Leonardo Da´Vinci probablemente fue el primero en intentar crear un aparato que nos permitiera arrancarnos del suelo sin recurrir a la magia, pero tuvimos que esperar hasta el siglo XX y dejar que los hermanos Wright encontraran el secreto...
Pero, ¿nos sentimos satisfechos?
Yo no.
Los enormes pájaros de hierro son vulgares, cómodos para los gustos burgueses, pero mediocres y banales para los soñadores.
Aún no podemos batir alas como los pájaros y besar los colores de la tarde, mirar el mundo achicarse y a las estrellas acercarse, sabiendo que nada nos hará caer otra vez. Una experiencia maravillosa que conoció Remedios La Bella y quizás la Virgen María, pero que ningún otro podrá alcanzar.
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