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LA CACERÍA (Final)



Ariel Escorcia detuvo el vehículo en medio de la carretera y se volvió hacia la bella mujer que fingía dormir en el asiento del copiloto.

Su largo cabello negro caía sobre su hombro haciendo un contraste con la piel blanca de su rostro, su cuello y su amplio escote. Sin duda, era atractiva. Tenía las facciones de una modelo de revista, buen gusto en su forma de vestir y un maquillaje perfecto. Lo único que desentonaba en ella eran las esposas de metal plateado que Ariel había puesto sobre sus muñecas.

−¿Dónde está? −dijo Ariel.

La mujer fingió despertar y verlo a la cara con un gesto de sorpresa.

−Oficial, no sé de qué está hablando −le dijo−. Usted me arrestó ilegalmente, sin orden de captura, y yo creo…

−¡Silencio! −rugió Ariel, mostrando los dientes−. Dejémonos de mentiras, señorita Jaritza Torrez… Los dos sabemos que usted es la “Cazadora de Copacabana” y que tiene secuestrada a la detective Gema Rodríguez.

Jaritza sonrió.

−¿Y sus evidencias?

−Un testigo anónimo llamó a la jefatura para identificar su 
automóvil en la escena de un secuestro... ¡Ya no tienes escapatoria, Jaritza!

−Pues es una evidencia bastante floja, detective Escorcia. ¡Le aseguro que no estaré más de tres horas en una celda! Mis abogados me sacarán alegando arresto ilegal y usted perderá su placa.

Ariel perdió la paciencia, sacó su pistola 9MM, quitó el seguro y apuntó hacia la frente de su prisionera.

−¿Cree que me importa mi placa? −murmuró−. ¡Usted me va a decir en dónde está Gema o le juro que le vuelo los sesos!

Al contrario de lo que Ariel esperaba, la mujer no hizo ningún gesto de temor, ni siquiera de sorpresa. Lanzó un suspiro como si estuviera fastidiada y se mordió los labios con una mirada pensativa.

−Bueno, detective −dijo ella−. ¡Parece que has ganado! Eres el mejor cazador en este lugar.

−¿Dónde está Gema?

−Hagamos un trato.

Ariel bajó el arma y la miro a la cara con la furia brillando en sus ojos.

−¿Qué clase de trato? −preguntó.

−Te doy a Gema y me dejas escapar… ¿Te parece?

Ariel asintió devolviendo el arma a su cinturón. Estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa para rescatar a Gema, aunque de ninguna manera iba a dejar que ese monstruo se le escapara. La famosa “Cazadora de Copacabana” tenía al menos veinte asesinatos en sus manos, sin contar los cadáveres que aún no habían encontrado. No, eso jamás: ¡Liberarla no era una opción! Apenas Gema estuviera a salvo, se aseguraría de poner una bala en su cabeza y darles verdadera justicia a sus víctimas.

−Tienes que quitarme las esposas −dijo Jaritza−, ¡eso es parte del trato!

−Si intentas algo…

−Tú tienes el arma, detective −sonrió ella−. ¿Qué podría hacer yo?

−Bien −gruñó Ariel, girando la llave que abría las esposas−. Ahora llévame a dónde está Gema… ¡Y ten cuidado con los trucos!

−¡Entendido, oficial! −exclamó ella.

No estaban demasiado lejos. 

Ariel manejó unos veinte minutos por un camino de tierra medio escondido en la selva hasta la entrada de una vieja mina bien disimulada entre ramas retorcidas. Era definitivamente un lugar que jamás hubiera encontrado por sí mismo, ni con todos los policías de Brasil ayudándole.

−Irás delante de mí, guiando el camino −ordenó Ariel−. Llevo la pistola en la mano y no dudaré en usarla. ¿Lo entendiste?

−Muy bien, detective.

−Vamos.

Dentro de la mina, la oscuridad era total y el aire, pesado. Había trozos de madera podrida en todos lados, algunas ropas viejas, hierros oxidados y arañas blancas que brillaban cuando las golpeaba el cono de luz de la linterna.

−¿Por qué lo haces? −preguntó Ariel−. ¿Por qué matas personas?

−No se trata de que quiera matar a nadie −respondió ella−. ¡Es sólo un juego! Siempre he sido más inteligente que los demás y quería saber si podía llevar las cosas al límite, romper las reglas y salirme con la mía. ¿Lo entiendes?... ¡Lo de matar algunos tontos sólo fue daño colateral!

−Pues no eres tan lista si logré atraparte, ¿no crees?

Jaritza no respondió.

Siguieron caminando en medio de aquel profundo silencio hasta llegar a una puerta de hierro oxidado que se clavaba en una pared de roca sólida.

Con la tranquilidad de alguien que se siente en casa, Jaritza encontró la llave en un hueco del muro y la abrió con un fuerte empujón. El chirrido metálico de los goznes sonó como un alarido que se rompió en ecos por toda la caverna.

−Está ahí −dijo ella.

Ariel no entró al cuarto, pero alumbró con su linterna las paredes manchadas de negro y rojo.

−Siempre he sido buena cazadora −murmuró Jaritza−. ¡Es divertido perseguir una presa!

−¡Cállate! −gritó Ariel.

Su corazón se aceleraba a medida que iba alumbrando el sitio. Primero las paredes, luego los muebles polvorientos y destrozados, finalmente el suelo. Entonces la vio: Había un cuerpo femenino tirado en la tierra, con una cadena enredada en sus piernas.

−Pero, ¿Sabes que es lo más divertido? −continuó Jaritza−. Cuando la misma presa es la que te busca a ti... Como usted lo hizo, detective… ¡Sólo tuve que llamar para decirle el número de placa de mi auto y no tardó ni un día en encontrarme!

−¿De qué hablas? −se sorprendió Ariel−. ¿Tú misma te delataste?

−¡Arieeeel! −la voz de Gema, emergió de la oscuridad con un grito de miedo y esperanza.

−¿Gema? ¿Eres tú?

−¡Arieeeel! Por Dios, Arieeel… ¡Cuidadoooo!

El detective Escorcia se distrajo un solo segundo. Bajó el arma y miró hacia su compañera que le gritaba aterrada. Antes de percatarse de aquel error, sintió un golpe súbito y potente en su garganta que le cortó la respiración.

Desesperado por el dolor y la asfixia, disparó un par de veces hacia la nada, pero antes de poder reponerse sintió un rodillazo fatal en sus testículos que le hizo soltar el arma, y luego el impacto de una roca sobre su frente que casi lo desmaya.

Entonces se dio cuenta de que estaba perdido.

Había caído dentro de la habitación oscura y las manos de Jaritza pasaban una cadena entre sus piernas con la agilidad de quien ha hecho lo mismo cientos de veces.

−Puede quedarse con su amiga, Gema −dijo ella−. ¡Seguro tendrán mucho de qué hablar antes de morir de hambre!

−¡Arieeel! ¡Arieeeel! ¡Oh, Dios, despiertaaaa!

−Si me disculpan, tengo que tomar un avión hacia Centroamérica. ¡Ha sido un placer conocerlos, oficiales!

Se irguió, tomó la linterna y la pistola, caminó hacia afuera de la habitación y la fue cerrando lentamente ante la mirada perdida de Ariel y los gritos de Gema.

−¡Supongo que aún soy la mejor cazadora! −dijo, antes de que la puerta se cerrara para siempre.





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