INFIDELIDAD (Relato Erótico?)
Su marido la engañaba. Eso era indudable.
Lo supo primero por el aroma dulzón que impregnaba sus camisas, antes que por los mensajes del teléfono y las excusas atolondradas que le daba cada viernes.
Durante meses rumió su frustración y su rabia, atrapada en el purgatorio de los celos, pero incapaz de hacer nada. Así fue pasando el verano, y luego el invierno, y luego otro verano, y ella callaba, tan abnegada como una santa, hasta aquel sábado de su cumpleaños en que él se ausentó toda la noche por asuntos de trabajo en la oficina.
Durante meses rumió su frustración y su rabia, atrapada en el purgatorio de los celos, pero incapaz de hacer nada. Así fue pasando el verano, y luego el invierno, y luego otro verano, y ella callaba, tan abnegada como una santa, hasta aquel sábado de su cumpleaños en que él se ausentó toda la noche por asuntos de trabajo en la oficina.
Esta vez ella no lo perdonaría.
Era hora de la venganza… pero, ¿cómo?
No podía simplemente dejarlo por una sospecha infundada, ¿qué pensaría la gente si lo hacía? No, ella necesitaba la prueba fehaciente e indiscutible de que su marido había sido infiel, y se dispuso a conseguirla.
Empezó a perseguirlo, sin prisa, pero con una tenacidad inclaudicable.
Lo siguió cada tarde, saliendo del trabajo, intercambiando taxis, esperando afuera de bares de mala muerte, hasta que finalmente lo atrapó saliendo con una rubia veinteañera de escote delirante y nalgas de cemento. Les tomó fotos desde lejos, pero no se conformó con eso.
No, no podía conformarse con eso… ¡No cuando el momento de enfrentarlo a él y a la zorra estaba tan cerca!
Decidió seguirlo.
Su marido condujo su automóvil gris, ella tomó un taxi. Ambos recorrieron las calles hasta un hotelucho barato en un barrio sucio.
Su amante y él entraron, riendo, abrazados, como novios adolescentes. Ella pagó su taxi y esperó cinco minutos para entrar también. ¡La trampa ya casi estaba lista! Sólo necesitó darle un par de billetes al dependiente para que le cediera una habitación justo al lado de la de su esposo.
En el cuarto, sin encender las luces, la mujer se sentó en la cama y esperó.
Del otro lado de la pared, la voz de su esposo decía algo que ella no podía entender y la chica sólo reía. Los imaginó seduciéndose. Ella en ropa interior, mostrando su piel blanca, casi dorada, adornada de pequeños lunares y pecas. Sus senos como dos redondas frutas aprisionadas por el sostén. Su cuello perfecto, sus piernas perfectas, su trasero perfecto.
Lo imaginó y se sintió avergonzada de ser una mujer triste con cuatro décadas encima de su piel lívida y su grasa corporal.
De pronto, los oyó.
Un beso estalló en el silencio y ella pudo imaginárselos como un remolino de brazos y piernas sobre la cama. Ella aferrándose a su espalda, mordiendo su cuello, gimiendo, suspirando. Él, bruto como siempre, sin saber qué hacer con esa diosa que se abre como una flor bajo su cuerpo.
Se levantó de la cama, se acercó a la pared, puso la mejilla sobre la superficie helada y escuchó.
La rubia gemía, suspiraba, besaba. La imaginó, ya sin ropa, anhelando la embestida del amante. Él entonces se lanzaría, se movería, entraría a ella y entonces la rubia soltaría un pequeño grito y pediría más.
La esposa lo ve todo en su mente.
Su marido no se hace de rogar y la invade con violencia, con fuerza, con fuego. La cama se sacude.
Pero, ¿qué es esto que siente la esposa?
¿Qué es ese ardor en sus entrañas? ¿Qué es esa ansiedad que creía dormida? ¿Por qué no se levanta y rompe la puerta y le grita "malnacido" a su esposo?
No, ella no hace eso. Ahora se busca a sí misma y trata de pensar en su esposo, en su olor de hombre, en su cuerpo de hombre, pero su mente no deja de devolverla a la rubia. La rubia desnuda, la rubia riendo, la rubia que besa su cuello…
***
El esposo llega a casa tranquilo y duerme. Su esposa también.
No va a reclamarle nada esta noche, piensa ella.
Al menos, no esta noche.
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