LA PROFESORA DE FILOSOFÍA (Relato)




Dalila Madero tenía un cuerpo renacentista, lo cual es un eufemismo barato para decir que estaba gorda. Gorda pero no obesa, ¿eh? Un poco entrada en carnes, sin duda, pero no tanto como para ignorar su contoneo sensual y la suavidad que se adivinaba en su piel blanca.
−Te distraes otra vez −me dijo−, ¿en qué piensas?
−En nada.
−Pues entonces vuelve a pensar en Camus.
−¡Camus era un idiota que dice que deberíamos suicidarnos! −dije.
Ella lanzó una carcajada y se pasó la mano por su largo cabello negro.
−Se nota que no has entendido nada −se burló−. Camus no decía que la gente debía suicidarse.
−Pero dice que la vida no tiene sentido… Y si nada tiene sentido, ¿para qué vivir?
−Siguiendo esa lógica: ¿Para qué morir? Eso tampoco tendría sentido.
Me callé. Era obvio que hablaba de cosas que no entendía. 
La única razón por la que decidí realizar mi investigación acerca del baboso de Camus era porque quería estar cerca de ella: la hermosa profesora de filosofía de talla grande, que daba clases en la universidad y que disfrutaba de su soltería en su apartamento de la calle Borges. 
Siempre había querido tener algún motivo para hablarle y la investigación que nos asignaron en la secundaria era la mejor excusa. Elegí el nombre de Camus al azar, en una lista de filósofos que me encontré en Google, y resultó que el desgraciado era un aburrido de mierda, pero Dalila Madero tenía la paciencia para explicarme.
−Camus cree en el absurdo −dijo−. ¿Cómo te explico? El ser humano tiene una existencia absurda, sin sentido… ¡Pero él no dice que debamos matarnos!
−¿Y entonces?
−¡Hay que aceptar el absurdo!
Yo me hundí en el sofá sin comprender nada. Había tratado de leer el libro “El Mito de Sísifo” pero había sido una pérdida de tiempo.
−Creo que estás cansado −me dijo, con una sonrisa comprensiva−. Mejor seguimos mañana.
−¿Puedo ir al baño? −pregunté.
−Claro −dijo−. Yo tengo que ir a mi cuarto. Cuando salgas, cierras la puerta por favor.
−Entendido −dije.
Salí de la sala y entré al baño: Un pequeño recinto de paredes rosadas, limpieza exquisita y con un asfixiante olor a lavanda.
Me senté en el trono con cierta vergüenza de ensuciar un sitio tan puro y me tardé más de lo que creía haciendo el ritual solitario. Cuando salí, lo único que quedaba de Dalila Madero era el olor de su cuerpo, el vaso de gaseosa con lipstick en el borde de vidrio y un rollo de billetes verdes. 
Si hubiera sido otro tipo de persona, quizás hubiera tomado los billetes y salido de la casa. En lugar de eso, creí que debía avisarle que había abandonado su dinero en un lugar tan indiscreto. ¡Quizás ganaría algún elogio por mi honestidad!
Tomé el dinero y caminé por el corto pasillo hacia el cuarto de la maestra. La puerta estaba semi−abierta y bastó un ligero empujón de mis dedos para que ésta se moviera silenciosamente. 
Asomé la cabeza. 
En una esquina estaba Dalila Madero, completamente desnuda, con sus curvas carnosas besando la luz pálida que se filtraba por la ventana. Tenía una mano sobre uno de sus senos, su cabeza descansando sobre un hombro y los ojos cerrados. 
Un relámpago fugaz la iluminó y me di cuenta de que estaba posando para una cámara.
La vi de reojo. Estaba puesta sobre un trípode y conectada a una computadora. Probablemente un internauta anónimo tomaba fotografías de la maestra para satisfacer su morbo lujurioso.
¿Qué debía hacer? ¿Irme? ¿Quedarme? ¿Tirar los billetes y gritarle mujerzuela? ¿Satisfacerme con el cuadro que se mostraba antes mis ojos?
Antes de que pudiera decidirme, ella abrió los ojos y me miró parado en la puerta como un idiota. Pensé que me gritaría mientras trataba de cubrirse, pero sólo sonrió ligeramente y levantó la mano hacia donde estaba, dejándome ver sus pechos.
−Ven −me dijo−. Juguemos un rato.
No esperé una segunda invitación. Me acerqué a trancos rápidos y la abracé. Un relámpago nos iluminó de pronto, pero no le di importancia. Ella me besó con ternura y me quitó la ropa. Tomó mi hombría palpitante entre sus manos suaves y la llevó a su entrepierna.
−Piensa en Camus −me dijo.
−¿Qué?
−Piensa en Camus o cuenta ovejas −susurró−. Lo que sea, pero no te vengas rápido.
Le hice caso. Mientras mi cuerpo se convulsionaba sobre el suyo, trataba de recordar el mito de Sísifo y el problema filosófico del suicidio, tratando de no pensar en la suavidad de su piel, en el aroma de su desnudez y en la humedad sonora con la que su cuerpo se dejaba penetrar por el mío. 
Pronto sus suspiros se convirtieron en gemidos, y sus manos en garras que se clavaban en mi espalda, y el ambiente del cuarto se incendió con el flash interminable de cientos de fotos.
Cuando pensar en mi filosofía ya no logró distraerme, mi cuerpo tembló, mis músculos se tensaron, la respiración se pausó por un segundo y me vine dentro de ella con un grito de éxtasis. Dalila lo notó. Me dio un beso en la frente y me mandó a vestirme.
−Puedes irte −me dijo−. Mañana quiero que analices lo que dice Camus de Kafka y traigas un párrafo de diez líneas.
Me marché tropezando como un borracho o un loco, con el rollo de billetes verdes todavía en mi bolsillo.
Camus tenía razón: La vida es absurda, pero tiene sus momentos buenos.
Imagino a Sísifo feliz.



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