Cuando Mesalina murió supe que tenía que prepararme.
La mala noticia me vino en un mensaje a mi whatsapp, con todo y emojis llorando, pero no respondí porque sabía que era necesario empezar con mis preparativos.
Puse en silencio el teléfono, apagué las luces de mi casa y encendí una sola vela en mi habitación.
Luego tapé la ventana con trapos para que no se filtrara la claridad eléctrica de la calle y esperé, esperé y esperé.
Lo sé, eso podría parecer una reacción bastante extraña de mi parte, pero tenía una justificación clara. Mesalina y yo teníamos un pacto, un pacto inviolable, y estaba seguro de que mi amiga no se olvidaría de cumplirlo: El que muriera primero debía ir a visitar al otro.
Al principio, formulamos ese juramento como una broma un tanto macabra mientras leíamos relatos de Poe, novelas de Lovecraft y criticábamos los películas de terror actuales. Sin embargo, cuando Mesalina se enteró de su enfermedad, el pacto tomó connotaciones serias.
Lo cierto es que era evidente que ella moriría primero, pero ninguno de los dos quería expresar esa certeza.
Una vez que terminé con los preparativos para mi extraña cita paranormal, aguardé con el alma en vilo hasta que las horas fueron pasando y los rumores del barrio se apagaron. Poco a poco, los sonidos de la noche fueron retomando el control del ambiente.
Sin gente haciendo ruido y con pocos automóviles pasando por mi vecindario, era sencillo escuchar el ladrar remoto de los perros, los chillidos de los murciélagos, las cigarras cantando monótonamente y el viento susurrante que, según decía mi abuela, guardaba las voces de los muertos.
Al filo de la una de la mañana estaba a punto de rendirme. Ya quería encender la luz, poner la última comedia mediocre de Netflix a todo volumen, darme una ducha o llamar para expresar el pésame a la familia de Mesalina, pero una intuición inquietante me detenía.
Acostado en la cama, mis ojos se dirigieron a la pequeña llama que danzaba en los últimos restos de la vela. Sentía la cabeza pesada y mis párpados se fueron cerrando, vencidos por el sueño. Pronto los abrí de nuevo, cuando sentí un peso inesperado al otro lado del colchón. Era como si alguien se hubiera acostado a mi lado. Un brazo tibio e invisible me rodeó y sentí un aliento cálido en mi cuello.
−¿Mesalina? –pregunté.
−Gracias –dijo una voz.
Me incorporé de un salto. Encendí la luz, la televisión, la radio.
Llamé por teléfono a todos mis amigos sólo para escuchar otra voz que me acompañara y di vueltas como un loco hasta que regresó la luminosa seguridad del sol.
Por supuesto, no puedo decir si aquella experiencia fue el resultado de una simple parálisis del sueño; lo que sí puedo afirmar con total certeza es que ese “gracias” rondó mi cabeza durante años.
¿Acaso Mesalina se dio cuenta?
¿Acaso supo que, al final de su enfermedad, le había pagado mis ahorros a la enfermera para que se le pasara la mano con la morfina?
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