A
los cuatro años de edad, Andrea dejó de hablar. Ni los tratamientos más
modernos, ni la psicoterapia más activa, ni las interminables sesiones de
hipnosis habían logrado arrancarle una palabra después de aquel lunes funesto
en que vio a su padre matando a su madre. El forense contó cuarenta puñaladas.
El hombre, convertido en una bestia sin raciocinio, las había descargado sin
vacilación primero sobre el pecho y el estómago, luego sobre el cuello y las
piernas, para culminar con satánico deleite en el rostro de la mujer que había
sido su esposa y su víctima por ocho años de un mal matrimonio que parecía un
secuestro.
Dicen
que su padre también trató de matarla a ella. Cuando ya nada quedaba del rostro
de su madre, levantó los ojos vacíos y miró a Andrea. Ella se había orinado
sobre la alfombra y temblaba sin parar, pero entendió lo suficiente como para
saber que si se quedaba ahí también iba a morir.
Comenzó
a correr a tiempo.
Su
padre, monstruo embriagado de muerte, se le abalanzó como una fiera, con el
cuchillo danzando en la mano derecha, pero no pudo atrapar su cuerpo menudo.
Ella dio un salto hacia un lado y la mole de cien kilos se deslizó en la sangre
de su madre y se estrelló contra una repisa. Para cuando se puso de pie entre
los vidrios y retratos familiares rotos, ya Andrea había alcanzado la calle.
Once
años habían pasado desde entonces. Su padre, capturado después de una tentativa
de suicidio que no tuvo el valor de concretar, fue condenado a treinta años de
prisión que un juez había decidido reducir por buen comportamiento.
Fue
una decisión estúpida y una bomba mediática que provocó un escándalo en todo
Perú. Hartos de la injusticia, cientos de personas habían salido a protestar
por las calles de Lima contra aquella sentencia absurda, pero el juez se
mantuvo terco.
El
día en que estaba previsto que su padre saliera de prisión, Andrea se negó a ir
al colegio, se bañó tarde, se puso ropa de estar en la casa y sacó debajo del
colchón el mismo cuchillo de cocina que había acabado con la vida de su madre.
Los policías lo habían dejado tirado por ahí. Después de todo, no lo
necesitaban como evidencia porque bastaba con la confesión del acusado, así que
Andrea lo había escondido con los últimos restos de sangre materna para sacarlo
ocasionalmente y hacerle promesas oscuras.
Aquella
mañana, cuando lo tuvo entre sus dedos delgados no pudo evitar sonreír. Lo
levantó y lo escondió debajo de la blusa, salió hacia la sala de estar y miró a
la tía que la había acogido mirando una telenovela.
Con
una voz triste que se le había vuelto cavernosa por los años sin usarla,
pronunció las primeras palabras en más de una década:
«Ya
vuelvo», dijo. «Debo cobrarme algo».
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