Tentación del cielo, anhelo de volar, apetito de devorar los aires, perforar las nubes, cabalgar dragones, robarse estrellas, deslizarse por el colorido tobogán de un arcoíris, beber la Vía Láctea, ver el mundo a nuestros pies... ¿Cómo seres tan inermes al albedrío de la gravedad anhelan tanto volar? Quizás sea debido a que, como es lo típico, anhelamos lo que no tenemos. Atrapados, prisioneros, aferrados al suelo, levantamos la vista y contemplamos, con no poca envidia, a los pájaros que planean por el viento: la majestad del águila, el relámpago blanco de una gaviota, las cabriolas de los colibríes, la sombra fugaz del cuervo y el mediocre aletear de las palomas. ¡Caramba, si incluso se podría sentir envidia de la lúgubre y colonial cacería de los murciélagos! Desde tiempos inmemoriales deseamos llegar alto. Bien lo dice la Biblia cuando nos narra que los primeros hombres desearon acercarse a los dominios de Dios construyendo la Torre de Babel. ¿Qué otra cosa dese
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