Están
golpeando la puerta. Pronto romperán esa pequeña barrera que me mantiene a salvo y entrarán en mi cuarto para ponerle fin a mi sufrimiento. No hay
escape. En el viejo revólver plateado de mi padre sólo queda una bala
solitaria, pero al otro lado de la puerta hay más de una decena de
monstruos hambrientos y gemebundos.
Mi
familia está muerta. De eso estoy seguro.
Al
principio habíamos tratado de atrincherarnos en la casa, a la espera de que los
militares retomaran el control de la situación y mandaran al infierno a
aquellos muertos andantes, pero los malditos eran demasiados y los militares
finalmente dejaron la ciudad a su suerte.
No
sobrevivimos ni una noche.
Mis
padres, quienes trataron de sostener la puerta para contener el ejército de
zombis, fueron los primeros en ser devorados en una orgía de sangre, gritos y
miembros cercenados. Aterrorizado por aquella escena infernal, salí huyendo
hacia mi cuarto dejando en la sala a mi hermanita de tres años. No sé cómo
diablos pude olvidarla... ¡Espero que no haya sufrido demasiado!
La
madera de la puerta está cediendo. Sé que mi fin es ineludible. Llevo el cañón
hacia mi sien, doy un suspiro para tratar de controlar el temblor en mi mano y
halo el gatillo.
¡El
viejo revólver lanza un gemido indescriptible y la última bala se niega a
salir!... ¡La maldita bala no sale!
La
madera se rompe. De un agujero en la puerta se asoman decenas de manos ensangrentadas,
agitándose de forma macabra. Me quedo con los ojos clavados en aquel
espectáculo de pesadilla hasta que por la abertura se filtra la pequeña figura
de una niña rubia de tres años a la que le falta un trozo del rostro.
No
puedo contener las lágrimas, pero sé que no tiene sentido retrasar lo
inevitable...
¡Ven,
hermanita! La última bala ha decidido hacer un acto de justicia. ¡Déjame
levantarte, ven!... ¡Acá está mi cuello!
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