Estaba sentada en su asiento del autobús emanando tal aura de belleza que daban ganas de llorar o de cantarla en églogas renacentistas. Era sobrenaturalmente hermosa. No, por favor, no pienses en esa belleza artificial de las pésimas revistas de moda o de insomnes vídeos pornográficos. Ella era distinta y, a la vez, superior. No estaba delgada. Nunca he entendido la obsesión de nuestra sociedad por las mujeres delgadas, siendo que en la mayor parte de nuestra historia la mujer ideal era representada con lo que hoy se llamaría sobrepeso. Ella no encajaba en esas ridículas normas sociales. Tenía un cuerpo ancho y sólido que no caía en la vulgar gordura, pero que daba a entender que había carne bajo la ropa, carne tibia y perfumada. Sí, la chica del autobús estaba un poco gorda y, sin embargo, era tan sensual que me hubiera gustado tan siquiera aspirar el perfume de su sombra proyectada en el suelo. ¿Cómo se llamará? Me desbarato las neuronas pensando en un nombr
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